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El Alcalde de Zalamea

Es ocioso pretender escribir aquí una suerte de ensayo o de condensación substanciosa sobre la materia literario-teatral que nos regala el texto de "El Alcalde de Zalamea".  Primero, por el breve espacio que me otorga la glosa de un programa; segundo, porque existiendo personas más autorizadas para ello que han trabajado in extenso tan rica materia, y de forma tal, que poco o nada queda por agregar que tenga novedad, valor o acierto.


Otra debe ser entonces la intención de estas palabras.



Pasando por encima de las barreras del tiempo que parece crear abismos entre los clásicos y nosotros; de los problemas formales -verso y lenguaje- y del prejuicio de que lo clásico es letra muerta, ha sido tarea primera y última de nosotros, destruir una vez más esos fantasmas y probar con actos cuán viva, permanente, valiosa, universal e imperecedera, es esa humanidad que se mueve, goza, se desangra, pena, vive y muere, en la obra de este poeta, "añejo" para algunos, joven, vibrante y pleno de vida para los que estamos convencidos de que el mensaje de belleza que encierra una obra de arte no reconoce fronteras ni en el espacio, ni en el tiempo.

En verdad, todas esas vallas que nosotros sospechamos desde la distancia como obstáculos difíciles de superar, se derrumban velozmente como tocadas por un mágico conjuro al contacto íntimo con Calderón.  Porque la dramaturgia de este autor está asentada sobre valores permanentes, tales como la justicia, la libertad, el honor.  Y la acción dramática en que palpitan estos valores obedece a reglas de raigambre puramente vital.  Es así como el encuentro actual con "El Alcalde de Zalamea" provoca una súbita identificación entre el espectador  y el poeta.  No es aventurado entonces afirmar que esta comunión no tiene nada que envidiar a la que experimentaron sus contemporáneos frente a esta obra.  En otras palabras, el texto de Calderón no requiere "traducciones" o explicaciones para hacerlo transmisible a nuestro espectador actual.



 

"El Alcalde de Zalamea".  Jorge Lillo y Rubén Sotoconil. 

Fotografía de René Combeau.

De este primer sentir de los intérpretes, vale decir, el sentirse penetrando en terreno propio, en materia que  nos va resultando cada vez más familiar - por lo substanciosamente humana que ella es-, deriva la solución de la mayor parte de las interrogantes que se plantean durante el montaje de cualquier obra de teatro, especialmente de una clásica, como ésta que nos preocupa.  Es decir, el "cómo hacerlo" está determinado automáticamente por la profunda y real comprensión del "por qué se hace".  Todo esto que esto que sólo parece un avance teórico, tiene su concreción práctica al enfrentarse con características  verdaderas, tales como son el uso de un verso riguroso como forma expresiva y el logro de un estilo que se compadezca con esa forma de decir.  Pues bien, todo ello -que a mi juicio son sólo problemas aparentes- se impone al intérprete como necesidad:  el uso del verso se transforma en un vehículo indispensable para verter ese contenido y el gesto nace espontáneo como ademán irremplazable, obedeciendo al motor interior que anima a cada personaje y que lo va haciendo transitar de uno a otro estado de ánimo.


Sin duda que un fenómeno tan directo de comunicación con un hombre separado de nosotros por 400 años tiene su clara explicación.  Y ella no puede ser otra que la entrega de un texto preñado de valores superiores, que son consubstanciales a la naturaleza humana.  Es difícil para un hombre de cualquier época de la historia, no vibrar junto con alguien que nos recuerda, a casa paso, a cada palabra, a cada pausa, que hay algo más grande que la vida y la hacienda, y que ese algo -el alma, o como se le quiera llamar- pertenece a quien está por encima de nosotros, llámese éste Dios o propia conciencia.


Junto a un contenido profundamente trascendente, Calderón nos ofrece una riqueza de lenguaje y de arquitectura teatrales pocas veces logradas en nuestro idioma.  Proverbial es la preocupación calderoniana por el cultivo de la forma que en algunas ocasiones lo lleva hasta los límites mismos del culteranismo.  Pero en ninguna de sus obras alcanza, como en esta, un grado tal de perfección que le permita expresar tan bellamente un contenido que llega al espectador sin perder su sencilla y humana grandeza, como un impacto directo hacia su sensibilidad o sentimiento.

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