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La casa de Bernarda Alba

Imagen de la obra

Esta es una obra de tierra y cielo.

La tierra, seca.  El agua, escondida.  El calor, presente.  Altos los muros.  Tapiadas las puertas y ventanas.  El viento, inmóvil.

En medio de esta geografía adusta, las personas.  Resecadas también por soledad y desamor.  Cada una mordida por lo de cada una.  Inexpresadas.  "Como metidas en alacenas".  Muertas en vida.

Un desolado paisaje de tierras y almas:  blancos de cal los muros, como los de una tumba.  Acallados los ardores y los pensamientos, como los de los muertos.

Y erguida en el centro de este panorama detenido, se alza la figura de Bernarda Alba, negra y fatídica.  Bernarda, la dominadora.  La de la sonrisa fría.  La definitiva.  La inconmovible.  Pero también, la agostada.


 

"La casa de bernarda Alba". Dirección de Jorge Lillo.  Fotografía de René Combeau.

Ella, acaso olvidándose de sí misma, vigila.  Ella ordena.  Ella administra las lágrimas, el luto, el dolor, la risa y el amor.  Mantiene aprisionadas a las gentes de su dependencia en una organización humana donde lo único que importa es "una buena fachada y armonía familiar" y no "el interior de los pechos":  el corazón vivo y verdadero.

Ella es la propietaria de la decencia y todo aquello que no respete ni obedezca lo establecido desde los padres de los padres:  todo aquello que vaya contra el honor es atrevimiento, pecado e insulto y debe ser castigado implacablemente con "carbón ardiendo en el sitio mismo de pecado", sea el sitio éste la mente, el corazón o el sexo.

En su ceguera, Bernarda no puede o no quiere darse cuenta de que está violando, justamente con su moral, lo único inviolable:  la naturaleza.  De que está atajando lo único incontrarrestable:  la vida.  De que está ahogando lo único inextinguible:  la pasión.

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